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Luis Francisco Esplá
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Luis Francisco Esplá
Por una parte, el empaque maduro de lidiador antiguo; por otra, la refinada gentileza del toreo moderno. Y suavizando las muescas del ensamblaje, una de esas sonrisas que no pueden inventarse ni fingirse.
“Aunque delante de un victorino, se gasta uno pocas risas”, alega Luis Francisco Esplá, que a los dieciséis años vistió su primer traje de luces, ”en ese momento no podía imaginar lo que era poderle a uno de Albaserrada”.
Y es que cuando el maestro alicantino culmina sus grandes faenas a los ejemplares del ganadero de Galapagar cae uno en la cuenta de que ha colocado cada cosa en su sitio. Nadie como él para ordenar el remolino hirviente de la lidia: ni un paso de sobra, ni un solo derroche en el ritmo.
“Pero eso es debido”, aclara Esplá, “a que estos toros humillan mucho y además me permiten hacer el toreo circular, muy cruzado, tal y como yo lo entiendo. Y eso es lo que a mí me fascina de esta ganadería”.
El matador, que nació en Alicante el 19 de Junio de 1958, maneja las embestidas con la delicadeza dominante de los maestros muy seguros de su sistema pedagógico. Poniendo un no sé qué de mimosa sobriedad cuando dobla al victorino, como si le aplicara pomadas de finura en el instante mismo del quebranto.
“Bueno, es evidente que el toro que cría Victorino Martín es un material muy contradictorio. Tarda bastante en definirse y hay que sobarlo mucho. Es un ejemplar con unas características y cualidades únicas en la cabaña de bravo y ahí el ganadero que es un gran conocedor de lo que cría ha estado muy hábil porque ha sabido mantenerse fiel a una morfología y a un comportamiento. Yo soy un incondicional de Victorino. Siempre coincido con él cuando tengo problemas en mi carrera. Yo suelo comentar jocosamente que él me habilita para el espectáculo porque me lo encuentro en momentos críticos o cruciales y sus toros me cancelan la fecha de caducidad.”
“La verdad es que no podía quedarme sólo con una faena, pero la que realicé a Portillo en la Feria de Otoño del noventa y nueve, me supo a gloria. Casi tanto como el cocido que hace Victorino. Sólo por comerlo soy capaz de hacer los mil ochocientos kilómetros que separan su finca de mi domicilio. Pero cuando llego también quiere que toree sus vacas y yo le digo. Victorino, yo me tomo el cocido y tu hijo que toree las vacas”.
Marisa Arcas